Recientemente he terminado de leer Seis de Cuervos y, sin duda, lo que más me ha llamado la atención, a la par que más me ha tenido horas rechinando los dientes a medida que avanzaba la lectura, es su protagonista: Kaz Brekker. En resumidas cuentas, Kaz es un chico (sorprendentemente de unos diecisiete años, a pesar de que sus acciones y pensamientos por momentos serían propios de un niño de doce o de un señor de cuarenta y largos) que ha sufrido mucho. Por culpa de un trauma desencadenado por la muerte de su hermano, Kaz es abandonado a su suerte en las calles de Ketterdam, una ciudad siniestra y desoladora. Más concretamente, en El Barril, el homólogo del barrio que frecuenta la peor calaña de la ciudad; burdeles, locales de apuestas clandestinas, bares de mala muerte… Creo que nos podemos hacer una idea.
Debido al mundo del que se acaba rodeando Kaz en solitario, se crea un caparazón con el que se convierte en un ser vil y despiadado, capaz de cumplir cualquier trabajo, por turbio que se torne (recibiendo el mote de Manos Sucias), con el único propósito de sobrevivir y amasar una buena fortuna, además de por supuesto, una historia de venganza hacia su difunto hermano Jordie. Por si no fuera suficiente, la lejanía sentimental y la insensibilización del personaje no se queda en una mera cuestión interna, sino que también se refleja en sus actos físicos. Tras haber tenido que utilizar el cuerpo inerte de Jordie para nadar hasta el puerto y salvarse de una muerte segura, desarrolla un miedo y asco irracionales hacia el tacto humano, motivo por el que siempre porta unos guantes que le sirven de intermediario entre la persona con la que trata y él mismo.
Por todos estos motivos, esta especie de Kvothe venido a menos es a menudo tachado de frío, taciturno y misterioso. Trata a los demás con desdén y menosprecio, y no se permite a sí mismo mostrar ni un ápice de humanidad, ni para con los demás ni para consigo mismo, pues considera (y hace que todos a su alrededor consideren) que es un tajante signo de debilidad. Más allá de una fase demasiado edgy esperable de un preadolescente que cree que el mundo está contra él y nadie le entiende, Kaz materializa todos estos sentimientos en forma de odio y, por qué no decirlo, comportarse como un capullo integral con todos aquellos que intentan acercarse a él, sea por trabajo o por mero interés humano.
En contraposición a otros bandidos y peces gordos de El Barril, que cuentan con cosas importantes en su vida como una pareja o una familia (cosas que Kaz ataca porque, a pesar de clamar venganza por su hermano, no considera en absoluto contradictorio respetar a los familiares ajenos), Kaz rechaza cualquier vínculo emocional, hasta el punto de rechazar a su interés romántico, Inej, tanto cuando esta se encuentra moribunda en la bodega de un barco y decide no visitarla en ningún momento ni preguntarle por su estado tras su milagrosa recuperación, como cuando ella quiere abandonar Ketterdam a no ser que él le pida que se quede, algo que por supuesto no hace por motivos ajenos a mi comprensión. Es tan exagerada la conducta infantil y de enfado con el mundo de Kaz, que la autora utiliza el secuestro de su amada como macguffin para que el personaje tenga algo que hacer en su vida y, a su vez, no se separe de la única persona que le da un trato amable pese a su insoportable conducta.
He aquí el kit de la cuestión: el personaje protagonista que, ya sea por un motivo o por otro, sus acciones pasan sin consecuencias. Los personajes y el propio autor o autora le perdonan absolutamente todo, negándole la posibilidad de tener autoconsciencia y de aprender de sus errores. Dos de los casos más sonados en este sentido son Sherlock Holmes (serie de la BBC) y Gregory House.
En el primer caso tenemos a un personaje extremadamente listo a la par que insufrible. Sherlock no solo se las da de listo, sino que además lo es, y con creces, lo que le sirve de excusa para ningunear, despreciar y tratar con desdén a su propio hermano, a su querido Watson, e incluso a la señorita Hudson, su casera que, pese a ser una ancianita adorable que trata de apoyarle incluso durante su estado depresivo, este solo le responde con órdenes, sarcasmo e incluso agresión indirecta (lanzando la taza de té que le trae contra la pared). Por si no fuera suficiente, más allá de su comportamiento insufrible, también se hace la vista gorda con sus excentricidades, pues no solo ser un genio tiene relación directa con ser un absoluto sociópata (cliché que ya va siendo hora de erradicar), también con ser un rarito, de modo que incluso la policía, un órgano federal, se pone a los pies de sus exigencias y modus operandi para contentarle.
Como distinta cara de la misma moneda tenemos a House que, suscribiendo su actitud insufrible y altiva, es disculpado de cualquier tipo de comportamiento, incluyendo ilegalidades (falsificación, posesión de estupefacientes, alunizaje…), por el simple hecho de ser inteligente un genio y padecer dolor crónico. De esta forma, tanto Cuddie como Wilson, sus dos únicos amigos, le cuidan como a un crío al que hay que llamarle la atención de vez en cuando y castigarle, en lugar de poner en marcha las represalias que deberían conllevar sus actos. Asimismo, otras instituciones a las que es mandado durante el devenir de la serie, como el centro psiquiátrico o la propia cárcel, le sirven para desarrollar su egocentrismo e, incluso cuando parece que es un momento para ahondar más en su psique, mirar directamente al abismo y madurar como personaje, termina siendo una razón más para ser endiosado y tratado como a un noble caprichoso que siempre, y digo siempre, consigue lo que quiere.
Siendo estos tres personajes protagonistas casi un manual de cómo no debes construir guion, quiero poner en contraposición a otros tres que, si bien pasan por momentos y situaciones similares o idénticas a las expuestas, son castigadas por su mundo y la propia narrativa en pos de, no solo dar mayor credibilidad al mundo y sus personajes, sino de crear una evolución en ellos mismos.
Comenzamos con Kratos, protagonista de la saga de videojuegos God of War. En sus primeras entregas, Kratos es engañado por Ares para matar, sin él saberlo, a su hija y esposa, las únicas personas a las que ama en este mundo. Con sed de venganza, mata al propio Ares autoproclamándose Dios de la Guerra, y arrasando con todo rastro de divinidad que encuentra a su paso. Tras morir Pandora durante la segunda parte, el sustitutivo que Kratos había adoptado por hija, el espartano pierde por completo la fe en su felicidad; torturando y asesinando de manera macabra a todo habitante del Olimpo, condenando en el tercer juego a toda Grecia a la destrucción con la muerte de su padre, Zeus. Con la destrucción del mundo tal y como lo conoce y un intento fallido de suicidio a sus espaldas, decide emigrar a tierras nórdicas, donde acaba casándose y engendrando a otro hijo.
La primera vez que se habló de esta nueva entrega de God of War me sentí estafado. No por un cambio de rumbo en la trama o por modificaciones en aspectos jugables, sino por lo que a todas luces parecía un arco de redención para uno de los protagonistas más crueles de toda la ficción. Tras haberle arrancado de cuajo la cabeza a Helios, haber utilizado el cuerpo aún vivo de una de las concubinas de Afroditas como palanca o haberle saltado las cuencas de los ojos a Poseidón, Kratos iba a poder tener una vida idílica lejos de su pasado. Por suerte, me equivocaba.
La historia del God of War de 2018 consta de un viaje de aprendizaje de la paternidad por parte de Kratos con su hijo Atreus, al que apenas conoce. Durante la aventura, este ve a su hijo caminando por senderos que él una vez recorrió y que lamenta haber tomado. Los fantasmas del pasado le atormentan (Atenea, Zeus, Pandora) y se da cuenta de que nunca podrá enmendar el sufrimiento que causó ni olvidar o justificar sus actos desmesurados, el disfrute de la ultraviolencia camuflada de propósito de venganza. Por ello, al final del juego se desvela la profecía nórdica del Ragnarok, la muerte de Kratos a manos de su hijo Atreus, tal y como él hizo con Zeus.
Si bien es cierto que durante su viaje juntos Kratos aprende sobre qué significa ser humano, y muestra signos inconfundibles de amor hacia su esposa e hijo, eso no cambia el hecho de que torturara, asesinara y condenara a personas inocentes. Por ello, pese a los vanos intentos de Kratos de corregir sus errores, el espartano acaba pagando por sus pecados en una demostración perfecta de justicia poética, en la que su futuro y su pasado convergen a través de su única razón para seguir vivo, e irónicamente, su inexorable muerte: su hijo Atreus.
De una forma más testimonial y menos profunda, pero que merece la pena destacar por su indudable parecido con Kaz, hay que hablar de Ellie de The Last of Us Parte 2. Otro personaje que, así como Kratos y Brekker, carga a su espalda la cruz de la venganza como vehículo narrativo. El juego trata sobre los efectos colaterales de la venganza, en este caso de su padre Joel, del cual solo le restan su recuerdo y su guitarra, siendo la música el elemento que más les unía y distintivo de la relación entre ambos durante el primer juego.
Tras una larga serie de acontecimientos y la búsqueda incansable de una venganza que jamás llega a ocurrir, pues Ellie acaba arrepintiéndose en el último momento viéndose reflejada a sí misma en la situación que trata de confrontar, vuelve a casa a llorar su pérdida. No solo la de Joel; también la de todos sus amigos que han muerto por el camino en esa cruzada sin sentido, y la de su esposa Dina, que la abandona por su obsesión por resarcirse. Así, el juego termina con Ellie sentada en su cuarto vacío, sollozando con la guitarra de Joel en sus manos. Entonces es cuando se da cuenta de que, tras haber perdido dos dedos en la última pelea, ya no puede tocar la guitarra. Ha perdido todo vínculo con la música, con Joel, con su humanidad. No es un guante o la falta de dos dedos lo que simbolizan la pérdida de humanidad de Ellie, es la incapacidad de tocar aquello que la acercaba a la persona que amaba.
Y habiendo tocado ya la literatura, el cine y los videojuegos, saltamos al manga con dos ejemplos populares, pero no por ello menos acertados: Guts y Thorfinn. Ambos muestran, de nuevo, una historia de venganza, pero con resoluciones diferentes a las que hemos visto anteriormente.
Abordando a Guts, el protagonista de Berserk, podemos ver el camino de redención a la inversa a lo que nos mostraba Kratos. Guts es un niño que fue adoptado por una mujer que, a los pocos años de poder llamarla mamá, cayó enferma y murió. A partir de ahí, su padre se dedicó a maltratarlo y venderlo a otros guerreros del campamento para que abusaran de él. Después de eso, el chico se convierte en un mercenario y trabaja por libre, pues teme confiar en los demás. Al menos, hasta que conoce a Griffith y Casca, los que se convertirían en su mejor amigo y su interés romántico, respectivamente.
Tras muchos años de batallas juntos, Griffith cae enamorado de de forma obsesiva Guts y le reconoce como su única debilidad. Mientras tanto, Guts vence todos los traumas sexuales vinculados a su infancia y comienza lo que sería una relación con Casca. En mitad de su aventura, este decide abandonar la Banda del Halcón, a la que pertenecía junto con ellos y otros soldados, para buscar su propio sueño, pues Griffith le dice que esa sería la única forma en la que le consideraría un igual.
Tras el abandono de Guts en busca de su propia vida, Griffith cae en la locura y acaba apresado y torturado en las mazmorras del castillo, mutilado y desollado vivo. Cuando Guts se entera y va junto con Casca a rescatarle, este reclama la vida de sus amigos y toda la Banda del Halcón en busca de poder y convertirse en demonio. Durante la ceremonia conocida como el Eclipse, Guts intenta detener a Griffith sin éxito, perdiendo un ojo y un brazo, y viendo como su antiguo amigo toma a Casca y la viola delante de sus ojos como venganza por abandonarle.
Desde ese momento, Casca pierde la cabeza, el habla y la capacidad de discernir la realidad y a las personas. Guts cae en una profunda depresión y se culpa de lo ocurrido, creándose inseguridades que le atormentan e impiden dormir por las noches. Nuestro caballero sacrifica su integridad física y mental para vengarse de Griffith e intentar devolverle su humanidad a Casca, pese a que ella ni siquiera le reconozca. Durante esta campaña, Guts conoce a nuevos amigos y forma lo que se conoce como la familia elegida, un grupo de personas que actúan como hogar cuando has perdido el tuyo (sea este un lugar o, normalmente, personas), volviendo a creer en la posibilidad de ser feliz junto aquellos a los que ama.
Sin embargo, los intentos de Guts por recuperar su fe en la humanidad y sus ganas de vivir caen en saco roto cuando descubre que la única forma de que Casca sea curada por completo no es otra que permanecer lejos de él, pues cuando esta le ve, todos los fantasmas del pasado vuelven a su cabeza, que la devuelve a su estado de abstracción. Nuestro protagonista tiene que elegir entre su propia felicidad o la de la persona a la que ama, siendo castigado con la desdicha perpetua con motivo del abandono de sus seres queridos.
Y como guinda de este pastel tenemos a Thorfinn, protagonista de Vinland Saga. Un pequeño vikingo que ve morir a su padre delante de sus ojos cuando aún era solo un niño. En busca de venganza, se une al grupo de piratas que acabaron con la vida de su padre donde Askeladd, el hombre cuya vida quiere cobrarse, le instruye y le utiliza como uno más de su tripulación, dándole la oportunidad de batirse en duelo con él cada vez que complete una misión con éxito.
No obstante, en muchas de sus incursiones Thorfinn entreve en qué se está convirtiendo en realidad, en una de esas personas a las que su bondadoso padre, que renegaba de la guerra, odiaba. Tal es su infortunio que su venganza queda incompleta, siendo Askeladd, de nuevo, asesinado frente a sus ojos. El vikingo, ya adolescente, vuelve a ver a aquel que, irónicamente, considera su padre, morir entre sus brazos. Esto no solo supone la pérdida de un maestro, un ser querido. También supone que su venganza nunca se llevaría a cabo. Que todo el sufrimiento, todos los pueblos arrasados, todas las personas asesinadas para su venganza habían sido en vano.
Thorfinn se da cuenta de que ese camino solo le ha llevado a más muerte. Que ha vivido para matar. Que vuelve a estar solo y que nadie espera de él más que rajar gargantas y robar. Es esclavizado y vive día tras día atormentado en sueños por todas las personas a las que le trajo sufrimiento, convirtiéndose en todo contra lo que él quiso luchar en primera instancia. Es entonces cuando busca el perdón, al redención de su persona. Como una mixtura entre Kratos y Guts, Thorfinn quiere volver a ser feliz, enmendar sus pecados y vivir una vida plena con su nueva familia en Vinland, una tierra fértil y donde la esclavitud y la maldad no existen. Algo contra lo que el propio Thorfinn tendrá que luchar, contra personas que buscan perpetuar el dolor que una vez él cometió, incapaz de huir de su pasado.
Así, encuentro estos personajes con una mayor profundidad de la habitualmente dada a los clásicos protagonistas. Empoderar a estos no es algo malo, pero otorgarles un salvoconducto para toda acción que realicen trabaja, sin lugar a dudas, en detrimento a su evolución y desarrollo, por lo que la existencia de consecuencias y represalias juega un papel fundamental en la trama de los mismos, en contra de malcriarlos con su propio guion.
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